Una amiga mía se cayó de la bicicleta y sufrió un severo daño cerebral; los doctores no estaban seguros de si sobreviviría. Durante varios días permaneció entre la vida y la muerte.

La primera buena noticia llegó cuando abrió los ojos. Luego respondió a sencillas órdenes verbales. Pero la angustia permanecía ante cada pequeña mejoría. ¿Hasta dónde progresaría?

Después de un duro día de terapia, su esposo se desanimó; pero a la mañana siguiente, compartió estas reconfortantes palabras: «¡Sandy ha vuelto!» Física y psicológicamente, su esposa estaba volviendo a ser «ella»: la persona que conocíamos y amábamos.

El accidente de Sandy me recuerda a lo que los teólogos llaman «la caída» de la humanidad (Génesis 3). Y la lucha de mi amiga por recuperarse se compara con nuestra batalla por vencer el quebrantamiento del pecado (Romanos 7:18). La recuperación sería incompleta si funcionara sólo su cuerpo o su cerebro. La integridad implica que todas las partes trabajan juntas para un propósito.

Dios está sanando a Sandy, pero ella tiene que trabajar duro con la terapia para recuperarse. A nosotros nos pasa lo mismo desde el punto de vista espiritual. Después que Dios nos rescata por medio de Cristo, debemos «ocuparnos» en nuestra salvación (Filipenses 2:12), no para ganarla, sino para armonizar nuestros pensamientos y acciones con Su propósito.