Una mujer se quejó con su pastor porque había notado mucha repetición en sus sermones. «¿Por qué lo hace?», le preguntó. «Las personas se olvidan», respondió el pastor.
Olvidamos por muchas razones: el paso del tiempo, la edad o por estar demasiado ocupados. Olvidamos contraseñas, nombres y hasta el lugar donde estacionamos el auto.
El predicador tenía razón. Las personas se olvidan. Entonces, necesitamos recordatorios frecuentes de lo que Dios ha hecho por nosotros. Los israelitas tenían una tendencia similar. Aun con todos los milagros que habían visto, necesitaban que se les recordara el cuidado del Señor. En Deuteronomio 8, Dios les recordó que había permitido que pasaran hambre en el desierto, pero que después había provisto un superalimento a diario: el maná. Les proveyó ropa que no se gastaba. Los guio a través de un desierto de serpientes y escorpiones, y proveyó agua de una roca. Aprendieron humildad, al darse cuenta de cuánto dependían del cuidado y la provisión del Señor (vv. 2-4, 15-18).
La fidelidad de Dios continúa «por todas las generaciones» (Salmo 100:5). Siempre que empecemos a olvidar, podemos pensar en las respuestas a nuestras oraciones, y recordar así la bondad del Señor y sus promesas fieles.