Por años, sentimientos de indignidad y vergüenza por mi pasado afectaron negativamente mi vida. ¿Y si alguien se enteraba de mi mala reputación? Aunque Dios me ayudó a armarme de valor para invitar a almorzar a una líder de la iglesia, luché para parecer perfecta. Limpié la casa, preparé una comida abundante y me puse mi mejor pantalón y blusa.
Corrí para cerrar los rociadores del patio de adelante, pero grité cuando un chorro de agua me empapó. Me sequé el pelo con una toalla, me arreglé un poco el maquillaje y me cambié a un pantalón seco y una camiseta… justo antes de que sonara el timbre. Frustrada, le confesé lo que me había pasado y por qué estaba vestida así. Entonces, mi nueva amiga me compartió de sus propias batallas con el temor y la inseguridad, resultados de la culpa por errores del pasado. Después de orar, me dio la bienvenida al equipo de los siervos imperfectos de Dios.
El apóstol Pablo aceptó su nueva vida en Cristo, sin negar su pasado ni permitir que le impidiera servir al Señor (1 Timoteo 1:12-14). Sabía que la obra de Cristo en la cruz lo había salvado y cambiado a él, el peor de los pecadores, y alababa a Dios e instaba a los demás a honrar y obedecer al Señor (vv. 15-17).
Por la gracia de Dios, no hay razón para avergonzarnos.