Siempre me han gustado las tormentas fuertes. De niños, cada vez que había un temporal increíble —con truenos y lluvia a raudales—, mis hermanos y yo como locos alrededor de casa, deslizándonos y resbalando por todos lados. Cuando llegaba la hora de entrar, estábamos hechos una sopa. Era una experiencia maravillosa; una mezcla de diversión y miedo.
Estas imágenes me vienen a la mente cuando, en el Salmo 107, la Escritura compara la restauración hecha por Dios al transformar un desierto en «estanques de agua» (v. 35). La clase de tormenta que convierte un desierto en un oasis no es una llovizna suave, sino un aguacero, una inundación que pone vida en cada grieta reseca.
¿No es esta la clase de restauración que anhelamos? Cuando nuestras experiencias en la vida nos hacen sentir «hambrientos y sedientos» —famélicos— de sanidad (vv. 4-5), necesitamos mucha esperanza. Cuando ciertos pecados arraigados nos aprisionan «en tinieblas» (vv. 10-11), precisamos más que un pequeño cambio.
Esta es la clase de transformación que puede producir nuestro Dios (v. 20). Nunca es tarde para presentar nuestros miedos y nuestras culpas a Aquel que puede romper cadenas e inundar nuestra oscuridad con su luz (vv. 13-14).