Fue todo, menos una idílica, silenciosa y fresca noche en Belén cuando una asustada adolescente dio a luz al Rey de reyes. María soportó el dolor de la llegada de su bebé sin la ayuda de nadie más que las manos ásperas de carpintero de José, su prometido. Es probable que los ángeles hayan cantado una serenata para los pastores que estaban en los campos cercanos, con alabanzas para el Niño, pero todo lo que María y José escucharon fueron los sonidos de los animales, la agonía del parto y el primer llanto de Dios manifestado en forma de un bebé. Una estrella de gran magnitud brillaba en el cielo nocturno, encima del recinto, pero el pesebre era un escenario lóbrego para estos dos visitantes foráneos.

Una combinación de asombro, dolor, temor y gozo probablemente penetró en el corazón de María cuando José colocó al bebé en sus brazos. Ella sabía, por la promesa de un ángel, que este pequeñín era «el Hijo del Altísimo» (Lucas 1:32). Al escudriñar en Sus ojos y luego en los de José, en medio de la penumbra, quizá se preguntó cómo habría de criar a Aquel cuyo reino jamás tendría fin.

Esa noche especial, María tenía mucho para meditar en su corazón. Ahora, más de 2 000 años después, cada uno de nosotros necesita considerar la importancia del nacimiento de Jesús, Su posterior muerte y resurrección, y también Su promesa de que regresará.