Después de semanas de ensayos con el coro de niños, finalmente llegó la noche del musical navideño anual, en 1983. Los pequeños, con sus disfraces, empezaron a entrar en el auditorio, cuando repentinamente se oyó un alboroto en la puerta trasera del salón. Mi esposa y yo nos dimos vuelta y vimos a nuestro hijito Mateo. Llorando desconsoladamente y con terror en el rostro, se había aferrado con todas sus fuerzas al picaporte de aquella puerta. Se negaba a entrar. Después de negociar bastante, el director finalmente le dijo que no tenía que subir al escenario. Así que, Mateo se sentó con nosotros y, al rato, el miedo se le había ido.
Aunque, por lo general, no relacionamos la Navidad con el miedo, la noche del nacimiento de Cristo estuvo repleta de sentimientos de temor. Lucas declara: «Y he aquí, se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los rodeó de resplandor; y tuvieron gran temor» (Lucas 2:9). La visión del mensajero celestial superó la capacidad de comprensión de los pastores. Pero el ángel los tranquilizó: «No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo» (v. 10).
En un mundo lleno de miedos, debemos recordar que Jesús vino para ser el Príncipe de paz (Isaías 9:6). Desesperadamente, necesitamos su paz. En la medida en que lo miremos, Él disipará nuestros temores y calmará nuestro corazón.