Antes de la aparición de los artefactos electrónicos y las distracciones de la actualidad, los largos días de verano de mi niñez se alegraban todas las semanas cuando llegaba la biblioteca rodante. Era un autobús revestido de estantes llenos de libros que iba de la biblioteca regional a los vecindarios, para que pudieran acceder a ellos las personas que no tenían medios de transporte. Eso permitió que pasara muchos días de verano leyendo libros a los que, de otro modo, no podría haber accedido. Aun hoy, sigo agradecido por el amor a la lectura que me fomentó aquella biblioteca rodante.
Algunos eruditos bíblicos dicen que el apóstol Pablo amaba los libros y que los estudió hasta el final de sus días. En su última carta, escribió: «Trae, cuando vengas, el capote que dejé en Troas en casa de Carpo, y los libros, mayormente los pergaminos» (2 Timoteo 4:13). Es muy probable que lo que estaba pidiendo fuera el Antiguo Testamento y algunos de sus escritos.
Estoy seguro de que lo que impulsaba a Pablo a adquirir conocimiento no era tan solo satisfacer su curiosidad intelectual o entretenerse, sino buscar a Cristo. Su meta era: «a fin de conocerle [a Cristo], y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte» (Filipenses 3:10). Mi oración es que esta misma búsqueda nos impulse a nosotros hoy.