Sentí olor a quemado, así que, fui corriendo a la cocina. No había nada en las hornillas ni en el horno. Mi nariz me guió por toda la casa. Recorrí todos los cuartos hasta que, finalmente, bajé las escaleras. El olfato me llevó a mi oficina y, después, a mi escritorio. Miré hacia abajo y allí, mirándome fijamente con sus ojos grandes que pedían ayuda, estaba Maggie, nuestra perra, nuestra terriblemente «fragante» mascota. Lo que olía a quemado desde arriba era ahora un inconfundible olor a zorrino. Maggie había ido hasta el rincón más escondido de nuestra casa para huir del olor nauseabundo, pero no podía alejarse de ella misma.
El dilema de Maggie me hizo pensar en la gran cantidad de veces que he tratado de huir de circunstancias desagradables, para descubrir que el problema no era la situación, sino yo misma. Desde que Adán y Eva se escondieron después de haber pecado (Génesis 3:8), todos hemos seguido su ejemplo. Huimos de las situaciones pensando que podemos escapar de lo desagradable, pero luego nos damos cuenta de que el problema somos nosotros.
La única manera de escapar de nosotros mismos es dejar de escondernos, reconocer nuestra perversidad y permitir que Jesús nos limpie (Apocalipsis 1:5). Doy gracias porque cuando pecamos, Jesucristo está dispuesto a darnos una nueva oportunidad de empezar.