Cuando yo era niña, mi profesora de piano insistía mucho con la memorización. No bastaba con poder interpretar una pieza sin errores; tenía que ejecutar varias a la perfección y de memoria. Su razonamiento era este: no quería que cuando le pidieran a sus alumnos que tocaran, ellos dijeran: «Lo lamento, no tengo partitura».
De niña, también memorizaba pasajes bíblicos, incluido el Salmo 119:11. Como no entendía mucho, pensaba que el solo hecho de memorizar evitaría que pecara. Me esforzaba mucho para recordar los versículos bíblicos, e incluso me premiaron con el Libro de historias bíblicas de Moody.
Aunque es bueno desarrollar el hábito de la memorización bíblica, no es la acción en sí lo que evita que pequemos. Poco después de haberme esforzado para ganar, aprendí que tener las palabras de las Escrituras en mi cabeza no modificaba mucho mi conducta. Es más, saber la verdad y no aplicarla me generaba sentimientos de culpa.
Con el tiempo, me di cuenta de que las Escrituras debían apropiarse de todo mi ser. Necesitaba internalizarlas, guardarlas «en mi corazón» como un músico memoriza una partitura. Tenía que vivir la Biblia del mismo modo que podía citarla. Cuando la Palabra de Dios baja de la cabeza al corazón, el pecado pierde su poder sobre nosotros.