Hace algunos años, cuando nuestros hijos todavía eran pequeños, volví a casa después de un viaje de diez días sirviendo al Señor. En aquella época, a la gente se le permitía entrar a la zona de embarque para saludar a los pasajeros. Cuando el avión aterrizó, salí de la nave y mis hijos corrieron a saludarme… tan contentos estaban de verme que gritaban y lloraban. Miré a mi esposa que tenía los ojos llenos de lágrimas; yo no podía hablar. Personas desconocidas que estaban cerca de la puerta también lagrimeaban mientras mis hijos me abrazaban las piernas y me saludaban gritando. Fue un momento maravilloso.
El recuerdo de la intensidad de aquella bienvenida sirve como un amable regaño en cuanto a las prioridades de mi corazón. El apóstol Juan, con profundas ansias de que Jesús regresara, escribió: «El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven, Señor Jesús» (Apocalipsis 22:20). En otro pasaje, Pablo incluso habló de una corona que les aguarda a los que «aman su venida» (2 Timoteo 4:8). Sin embargo, a veces no sentimos tantas ansias de que Cristo vuelva como tenían mis hijos respecto a mí.
Jesucristo es digno de la máxima expresión de nuestro amor y devoción; nada en la tierra debería compararse con la aspiración de verlo cara a cara. Quiera Dios que nuestro amor al Salvador se profundice a medida que anticipamos nuestro gozoso encuentro con Él.