Cuando nuestro hijo menor se alistó en el ejército, éramos conscientes de que enfrentaríamos desafíos. Sabíamos que él estaría en peligro y que sería probado física, emocional y espiritualmente. También estábamos al tanto de que, en cierto modo, nuestra casa nunca volvería a ser completamente su hogar. En los meses previos a su partida, mi esposa y yo nos armamos de valor para encarar la situación.
Entonces, llegó el día en que Marcos tenía que presentarse. Nos abrazamos y nos despedimos; después, él entró en la oficina de reclutamiento, lo cual me dejó en una situación para la que, decididamente, no estaba preparado. El dolor de aquella difícil despedida parecía insoportable. Aunque corra el riesgo de sonar excesivamente dramático, no recuerdo haber llorado nunca tanto como aquel día. El angustioso adiós y la sensación de pérdida que tuve me partieron el corazón.
En momentos así, doy gracias por tener un Padre celestial que sabe lo que significa separarse de un Hijo amado. Estoy agradecido de tener un Dios que se describe como «Padre de huérfanos y defensor de viudas» (Salmo 68:5). Estoy convencido de que si Él se ocupa de la soledad de los huérfanos y de las viudas, también me cuidará y me consolará… aun en esas ocasiones cuando enfrente las luchas que acompañan a las despedidas difíciles.