La situación de Malaquías, el último profeta del Antiguo Testamento, es única. La mayoría de los profetas pronunciaron sus mensajes durante tiempos nefastos. Escribieron a un pueblo al borde del desastre, en medio del caos o sumido en el temor cuando hordas paganas acechaban en sus fronteras. Ese no fue el caso de Malaquías.
Malaquías fue uno de los tres profetas que hablaron después del exilio, y de éstos, la situación de Malaquías fue la más suave. Muchos habían regresado a su tierra natal, el templo había sido reconstruido y los muros habían sido restaurados. Bajo el reinado más benévolo de los persas, la vida había vuelto a un cierto grado de normalidad.
Sin embargo, durante este tiempo de relativa calma, el pueblo de Dios había olvidado a su Señor. Al no haber ninguna crisis cercana, el pueblo desplazó a Dios del lugar central. Dios se convirtió en algo que usaban, algo que estaba a la mano –incluso algo práctico– pero algo que el pueblo podía tomar cuando lo necesitara y volverlo a dejar cuando otra cosa captara su imaginación. Dios era como un foco de luz que se podía tener a la mano, que se hacía evidente si faltaba, pero fácil de encender y de apagar a voluntad.
La obertura de Dios a su pueblo errante es «Yo os he amado» (Malaquías 1:2). Estas son palabras tiernas, palabras de búsqueda. Dios sabe que pronto vendrán severas reprimendas; sin embar quiere que su pueblo sepa esto primero: Él los ama profundamente.
Y la amarga respuesta del pueblo apesta: «Sí, pero ¿qué has hecho por mí últimamente?» Crueles palabras lanzadas a un amante rechazado.
El resto de Malaquías, toda la Biblia, toda la actividad de Dios desde el comienzo de los tiempos hasta el final de los tiempos, responde a esta pregunta. Dios ha confeccionado galaxias y retumbó a través de la historia, dio forma a un pueblo y creó una cruz. Dios ha hecho hasta lo imposible por revelar su propia gloria ganando el corazón de su pueblo.
Y Malaquías habla con este fin. Nos llama a ver a Dios y temblar, a ser una vez más humillados por su amor y a quedar atónitos ante su poder; a ver a Dios como a Alguien en quien siempre se puede confiar, pero a quien nunca se puede ignorar. A Dios se le debe tener en cuenta. –WC