Hace varios años, un amigo mío visitó una exposición donde se exhibían restos del famoso y lamentable viaje del Titanic. A los asistentes, se les daba una réplica de un billete con el nombre real de un pasajero o de un tripulante que, décadas antes, se había embarcado en el viaje de su vida. Después de que el grupo recorrió la muestra, donde vieron piezas de vajilla de plata y otros artefactos, la visita terminó con un giro inolvidable.
En una pizarra grande, aparecían los nombres de todos los pasajeros, junto a la categoría en que viajaban: primera clase, segunda clase, tripulación. Cuando mi amigo buscó el nombre de la persona del boleto que él tenía, observó una raya a lo largo de la pizarra, que dividía los nombres. Encima de la línea se mencionaba a aquellos que se habían «salvado» y debajo, los «perdidos».
El paralelo con nuestra vida en esta tierra es profundo. En realidad, no importa para nada la categoría a la que perteneces en este mundo. Lo único que importa, en definitiva, es si has sido «salvado» o si estás «perdido». Como dijo Jesús: «Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» (Mateo 16:26). Quizá ya has confiado en Cristo como tu Salvador, pero ¿qué sucede con tus compañeros de viaje? En vez de catalogarlos por cuestiones externas, háblales de su destino final.