Yo solía pensar que el culto en la iglesia era un tiempo de esparcimiento. Hablando de gente como yo, Sören Kierkegaarg decía que somos proclives a considerar la iglesia como una especie de teatro: Nos sentamos en el auditorio y observamos con atención a los actores en el escenario. Si nos entretienen bastante, mostramos nuestra gratitud con un aplauso. Sin embargo, la iglesia debería ser lo opuesto a un teatro: Dios es el público que recibe nuestra adoración.
Lo más importante tiene lugar dentro del corazón de la congregación, no en el púlpito.
No deberíamos irnos de una reunión de adoración preguntándonos ¿qué recibí?, sino, mejor dicho, ¿le agradó a Dios lo que pasó?
El Señor se ocupó de darles detalles específicos a los israelitas sobre los sacrificios de animales para la adoración. Sin embargo, les dijo que no necesitaba esos animales: «No tomaré de tu casa becerros, ni machos cabríos de tus apriscos. Porque mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados» (Salmo 50:9-10). Lo que Él quería de ellos era la alabanza y la obediencia (v. 23).
Al concentrarnos en las manifestaciones externas de la adoración, nosotros también nos equivocamos: Al Señor le interesa el sacrificio en el corazón, una actitud interna de sumisión y agradecimiento. La meta de la adoración es, ni más ni menos, satisfacer y agradar a Dios.