Mi hijo y su esposa tienen un perro bulldog que pesa casi 55 kilos, con cuerpo fornido y una cara que da miedo. Sin embargo, hasta que nos hicimos amigos, «Buddy» no estaba seguro de confiar en mí. Mientras yo estaba de pie, se mantenía lejos y no me miraba. Con el tiempo, descubrí que si me agachaba, la expresión de su cara abultada cambiaba. Al percibir que ya no era una amenaza, juguetonamente se acercaba corriendo como un tren de carga, me saltaba encima con sus grandes patas y quería que le rascara su musculoso cuello.
Quizá lo que Buddy necesitó de mí es una muestra de lo que Dios nos dio al descender a nuestro nivel y vivir entre nosotros en la persona de Cristo. Desde el día cuando nuestros primeros padres pecaron y se escondieron de la presencia del Señor, nuestra tendencia ha sido temer acercarnos a un Dios alto y justo según Sus condiciones (Juan 3:20).
Por eso, como predijo Isaías, Dios mostró el grado de humillación que estuvo dispuesto a soportar para llevarnos a Él. Al adoptar la forma de un humilde siervo, nuestro Creador vivió y murió para desactivar nuestras maldades. Aun hoy nos hace salir de la oscuridad espiritual que nos cubre (Isaías 42:7), para llamarnos amigos (Juan 15:15). ¿Cómo podemos seguir teniéndole miedo?