Leonard Ravenhill (1907–1994), un evangelista británico, dijo una vez: «El milagro más grandioso que Dios puede realizar hoy es sacar a un hombre impuro de un mundo impuro, hacer a ese hombre puro, volver a colocarlo en el mundo impuro y mantener puro al hombre en ese entorno». Al parecer, Dios hizo esto con Isaías cuando lo llamó para que le hablara a Su pueblo.
En la época en que murió Uzías, uno de los reyes más exitosos de Judá, Isaías tuvo una visión de Dios. El profeta lo vio como el verdadero Rey del universo, sentado sobre un trono sublime. En esa visión, también vio serafines que adoraban al Señor con un himno que alababa Su santidad, Su majestad y Su gloria.
Esta visión de Dios lo llevó a darse cuenta de su impureza e incapacidad delante de Él. «¡Ay de mí! que soy muerto», dijo el profeta (6:5). Este reconocimiento del pecado lo indujo a reconocer que necesitaba la gracia purificadora de Dios y a aceptarla (v. 7). Con esta flamante limpieza, a Isaías se le encomendó que entregara el mensaje del Señor (v. 9). Él lo envió a un mundo impuro, no sólo para vivir una vida santa, sino también para contarle a ese mundo impuro sobre un Dios santo.
El Señor quiere manifestarse en nuestra vida para darnos una visión real de nosotros mismos, una necesidad más profunda de Su gracia y una mayor consagración a vivir para Él y hablar en Su nombre. ¡Qué gran milagro!