Cuando una parienta mía se convirtió a otra religión, mis amigos cristianos me instaban a que la «convenciera» de volver a Cristo. Al principio, busqué amarla como Cristo lo haría; incluso en sitios públicos donde algunos fruncían el ceño ante sus ropas con «aspecto extranjero». Otros incluso hacían comentarios ofensivos. «¡Vete a tu país!», le gritó un hombre, sin saber o ni siquiera importarle que ella ya estaba «en su país».

Moisés enseñó una manera mucho más amable de tratar a las personas cuyas vestimentas o creencias son diferentes. Con las leyes sobre la justicia y la misericordia, instruyó a los israelitas: «no angustiarás al extranjero; porque vosotros sabéis cómo es el alma del extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto» (Éxodo 23:9). Esto se repite en Éxodo 22:21 y Levítico 19:33. El edicto expresa el interés de Dios por todos los extranjeros, personas vulnerables a la discriminación y el abuso.

Por lo tanto, cuando paso tiempo con ella —en un restaurante, un parque, caminando juntas o sentadas y charlando en la galería de mi casa— procuro mostrarle la misma amabilidad y respeto que yo querría recibir. Es una de las mejores maneras de recordarle el amor y la gracia de Cristo, sin avergonzarla por rechazarlo a Él.