Mi teléfono sonó, lo que indicaba la entrada de un mensaje. Mi hija quería la receta de mi abuela de la tarta de helado de pipermín. Mientras buscaba entre las tarjetas amarillas de mi vieja caja de recetas, mis ojos detectaron la letra sin igual de mi abuela… y varias anotaciones en cursiva de mi madre. Entonces, se me ocurrió pensar que, con el pedido de mi hija, la receta entraría a la cuarta generación de la familia.
Me pregunté: ¿Qué otros legados pueden pasarse de una generación a otra? ¿Y las decisiones con respecto a la fe? Además de la tarta, ¿se reproduciría la fe de mi abuela —y la mía— en la vida de mi hija y sus descendientes?
En el Salmo 79, el salmista le ruega a Dios que rescate a su pueblo descarriado y restaure Jerusalén. Hecho esto, le promete al Señor un nuevo y permanente compromiso de andar en sus caminos: «Y nosotros, pueblo tuyo, y ovejas de tu prado, te alabaremos para siempre; de generación en generación cantaremos tus alabanzas» (v. 13).
Le di la receta con gusto, sabiendo que ese legado de mi abuela entraría en una nueva capa de nuestra familia, y oré con sinceridad por la herencia más duradera de todas: la influencia de la fe de nuestra familia de una generación a otra.