Llegué temprano a mi iglesia para ayudar a preparar todo para una actividad, y vi a una mujer llorando al otro lado del salón. Como en el pasado había chismeado sobre mí con crueldad, me apuré a ahogar sus sollozos con una aspiradora. ¿Por qué iba a preocuparme por alguien que no me quería?
Entonces, el Espíritu Santo me recordó cuánto me había perdonado Dios, y crucé la sala. La mujer me dijo que hacía meses que su beba estaba en el hospital. Lloramos, nos abrazamos y oramos por su hija. Después de resolver nuestras diferencias, ahora somos buenas amigas.
En Mateo 18, Jesús compara el reino de los cielos con un rey que decidió ajustar cuentas. Un siervo que debía una cantidad exorbitante de dinero rogó pidiendo clemencia. Poco después de que el rey cancelara su deuda, ese siervo buscó y condenó a un hombre que le debía mucho menos. Cuando el rey se enteró, envió al siervo malvado a la cárcel por su propio espíritu rencoroso (vv. 23-34).
La decisión de perdonar no justifica el pecado, no excusa el mal que se nos hizo ni minimiza nuestras heridas. Simplemente, nos libera para disfrutar del regalo inmerecido de la misericordia divina, cuando permitimos que el Señor haga su obra de gracia y restaure la paz en nuestras vidas y relaciones.