L a mañana después de que nació nuestro hijo Allen, el médico se sentó cerca de mi cama y dijo: «Algo anda mal». Nuestro bebé, tan perfecto por fuera, tenía un defecto congénito y debía ser trasladado de inmediato a un hospital a más de 1.000 kilómetros para ser operado de urgencia.
Cuando el médico te dice que algo anda mal con tu hijo, tu vida cambia. El temor puede desmoralizarte y hacerte tambalear, y llevarte a buscar desesperadamente la fortaleza de Dios para sostener a tu niño.
¿Puede un Dios amoroso permitir esto? —te preguntas—. ¿Le importa mi bebé? ¿Dónde está Él? Aquella mañana, estos y otros pensamientos sacudieron mi fe.
Cuando mi esposo se enteró de la noticia, me dijo: «Jolene, oremos». Me tomó la mano y dijo: «Padre, gracias por darnos a Allen. Es tuyo, Dios, no nuestro. Tú lo amaste antes de que nosotros lo conociéramos. Acompáñalo; nosotros no podemos. Amén».
Hiram siempre ha sido un hombre de pocas palabras. Lucha para expresar sus ideas y, a menudo, ni lo intenta, ya que sabe que yo tengo suficientes palabras para llenar cualquier silencio. Sin embargo, el día en que mi corazón se rompió, mi espíritu se devastó y mi fe se fue, Dios le dio a mi esposo la fuerza para decir lo que yo no podía. A través de él, sentí que Dios estaba cerca.