«Yo sé dónde vive Dios», le dijo nuestro nieto de cuatro años a mi esposa Cari. «¿Dónde?», preguntó ella, con curiosidad. «En el bosque al lado de tu casa», contestó él.
Cuando Cari me contó de la conversación, se preguntó qué lo habría hecho pensar así. «Yo sé —le respondí—. Cuando fuimos a pasear por el bosque la última vez que nos visitó, le dije que aunque no podemos ver a Dios, sí podemos ver lo que ha hecho». Le había dicho mientras caminábamos por la arena junto a un río: «¿Ves las huellas que estoy dejando? Los animales, los árboles y el río son como las huellas de Dios. Sabemos que estuvo aquí porque podemos ver lo que hizo».
El escritor del Salmo 104 también señalaba evidencias de Dios en la creación, al exclamar: «¡Cuán innumerables son tus obras, oh Señor! Hiciste todas ellas con sabiduría; la tierra está llena de tus beneficios» (v. 14). La palabra hebrea traducida aquí «sabiduría» se refiere a un talento artesanal. Las obras de Dios en la naturaleza proclaman su presencia y nos impulsan a alabarlo.
El salmo comienza y termina diciendo: «Bendice, alma mía, al Señor» (vv. 1, 35). Desde la mano de un bebé hasta el ojo de un águila, el talento artístico de nuestro Creador en todo lo que nos rodea habla de su suprema maestría. ¡Alabémoslo!