Después de celebrar una fiesta en mi casa, todos abrieron sus souvenirs, llenos de dulces, juguetitos y confites. Pero había algo más allí: una corona de papel para cada uno. Nos las pusimos de inmediato y sonreíamos unos a otros alrededor de la mesa. Por un instante, éramos reyes y reinas, aunque nuestro reino fuera un comedor con restos de comida desparramados.
Eso me hizo recordar una promesa bíblica: en la vida venidera, todos los creyentes participarán en el gobierno con Cristo, como menciona Pablo en 1 Corintios 6: «¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo?» (v. 2). El apóstol se refería a este privilegio futuro porque quería instarlos a arreglar pacíficamente las disputas en este mundo.
Aprendemos a resolver mejor los conflictos a medida que el Espíritu Santo produce dominio propio, bondad y paciencia en nuestro interior. Cuando Cristo vuelva y la obra del Espíritu haya sido completada en nuestra vida (1 Juan 3:2-3), estaremos preparados para nuestro papel final: «nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra» (Apocalipsis 5:10). Aferrémonos a esta promesa que destella en la Escritura como un diamante engarzado en una corona de oro.