Mientras cabalgaba por el desierto de Chihuahua, a finales del siglo xix, Jim White divisó una extraña nube de humo que giraba hacia el cielo. Suponiendo un incendio, fue hacia el lugar, solo para hallar que el «humo» era una enorme colonia de murciélagos que salían de un agujero en la tierra. Había descubierto las inmensas y espectaculares Cavernas de Carlsbad de Nueva México.
Mientras Moisés pastoreaba ovejas en el desierto de Oriente Medio, también vio algo extraño: una zarza que ardía sin consumirse (Éxodo 3:2). Cuando Dios le habló desde la zarza, Moisés se dio cuenta de que se había encontrado con algo mucho más grandioso de lo que parecía al principio. El Señor le dijo: «Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham» (v. 6), quien iba a liberar a su pueblo y mostrarle su verdadera identidad: eran sus hijos (v. 10).
Más de 600 años antes, Dios había prometido a Abraham: «serán benditas en ti todas las familias de la tierra» (Génesis 12:3). La liberación de los israelitas era solo un paso en el plan de Dios de rescatar a su creación a través del Mesías, descendiente de Abraham.
Hoy podemos disfrutar ese beneficio porque Dios ofrece rescate por medio de Cristo, quien vino a morir por los pecados del mundo. Por la fe en Él, nos convertimos en hijos del Dios viviente.