«¿La gente sigue orando por mí?».
Esta era una de las primeras preguntas que un misionero le hacía a su esposa cuando lo visitaba en la prisión. Lo habían acusado falsamente y estuvo preso dos años por su fe. A menudo, corría peligro por las condiciones de la cárcel, y creyentes en todo el mundo oraban fervientemente por él. Quería estar seguro de que lo siguieran haciendo, porque estaba convencido de que Dios usaba esas oraciones de manera poderosa.
Nuestras oraciones por los demás —en especial, por los perseguidos por su fe— son un regalo vital. Pablo lo dejó claro cuando les escribió a los creyentes corintios sobre las dificultades en su viaje misionero: «fuimos abrumados sobremanera […], de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida» (2 Corintios 1:8). Pero luego dijo que Dios los había librado, y describió la herramienta que había usado para hacerlo: «en quien esperamos que aún nos librará, de tan gran muerte; cooperando también vosotros a favor nuestro con la oración» (vv. 10-11, énfasis añadido).
Por nuestras oraciones, Dios beneficia enormemente a sus hijos. Una de las mejores formas de amar a los demás es orando por ellos, para que Dios los ayude. Orar por otros es amarlos en el poder del Señor. Y no hay nadie que ame mejor que Él.