Aldo, de cinco años, escuchaba al pastor decir que Jesús había dejado el cielo para venir a la tierra, pero cuando agradeció en oración porque Él había muerto por nuestros pecados, el niño susurró con voz entrecortada y sorprendido: «¡Ay, no! ¿Se murió?».
Desde que Cristo comenzó a vivir en la tierra, hubo personas que lo querían muerto. Unos sabios llegaron a Jerusalén durante el reinado de Herodes y preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle» (Mateo 2:2). Cuando Herodes escuchó esto, tuvo miedo de que Jesús le quitara un día su puesto. Entonces, envió a unos soldados a matar a todos los varones menores de dos años en Belén. Pero Dios protegió a su Hijo y mandó un ángel para que instara a sus padres a irse de allí. Ellos huyeron, y Jesús quedó a salvo (vv. 13-18).
Cuando Jesús completó su ministerio, fue crucificado por los pecados del mundo. Aunque el propósito era burlarse, el cartel que colocaron sobre su cruz decía: «ESTE ES JESÚS, EL REY DE LOS JUDÍOS» (27:37). A los tres días, Él resucitó victorioso de la tumba. Después de ascender al cielo, se sentó en el trono como Rey de reyes y Señor de señores.
Que el Rey que murió por nuestros pecados reine en nuestro corazón.