Hace unos años, un compañero de viaje observó que me costaba ver objetos a la distancia. Lo que hizo fue sencillo pero revelador. Se sacó los anteojos y me dijo: «Prueba con esto». Cuando me los puse, me sorprendió que se me aclarara la visión. Al tiempo, fui a un oculista que me recetó anteojos.
La lectura de hoy presenta a un hombre que no podía ver. Vivir en completa oscuridad lo había obligado a mendigar. Sin embargo, había escuchado sobre Jesús, el conocido maestro y hacedor de milagros. Así que, cuando el itinerario de viaje de Jesús lo llevó donde estaba sentado aquel ciego, este se llenó de esperanza. Le dijo: «¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!» (v. 38). Aunque no podía ver físicamente, tenía una perspectiva espiritual de la verdadera identidad de Jesús. Impulsado por su fe, «clamaba mucho más: ¡Hijo de David, ten misericordia de mí!» (v. 39). ¿Cuál fue el resultado? Su ceguera fue resuelta, y él bendijo a Dios porque podía ver (v. 43).
En momentos de oscuridad, ¿a quién o a qué recurres? Las recetas de anteojos ayudan a mejorar la visión, pero es el toque misericordioso de Jesús, el Hijo de Dios, lo que lleva a las personas de la oscuridad espiritual a la luz.