Un día, hace muchos años, en la clase de física, nuestro profesor nos pidió que dijéramos —sin voltear la cabeza— de qué color era la pared de atrás del aula. Nadie le pudo contestar porque no nos habíamos fijado.
A veces, no prestamos atención o pasamos por alto las «cosas» de la vida porque, simplemente, no podemos asimilarlo todo. Otras veces, no vemos lo que ha estado allí todo el tiempo.
Algo así me sucedió cuando volví a leer hace poco sobre Jesús lavándoles los pies a sus discípulos. La historia es conocida, pero suele leerse durante Semana Santa. Nos asombra que nuestro Salvador y Rey se detuviera a hacer algo así. En la época de Jesús, ni siquiera los sirvientes judíos hacían esta tarea, por considerarla humillante. Pero lo que no había notado antes es que Jesús, hombre y Dios, le lavó los pies a Judas. Aunque sabía que lo traicionaría (Juan 13:11), el Señor se humilló y se los lavó.
El amor desbordaba de un lebrillo de agua; ese amor que compartió incluso con el que lo traicionaría. Mientras reflexionamos en los sucesos de esta semana que llevan a la celebración de la resurrección de Jesús, vistámonos de humildad para que podamos extender su amor a amigos y enemigos.