La niña se movía con alegría y gracia al compás de la música de alabanzas. Era la única en el pasillo de la iglesia, pero eso no impedía que girara, moviera los brazos y levantara los pies con la melodía. Su madre, sonriente, no trató de detenerla.
Mi corazón se elevaba mientras la observaba, y anhelaba hacer lo mismo… pero no lo hice. Hace mucho que perdí las naturales expresiones de gozo y emoción de mi niñez. Aunque se espera que crezcamos y maduremos, y dejemos las conductas infantiles, nunca es la idea que perdamos el gozo y la emoción; en especial, en nuestra relación con Dios.
Cuando Jesús vivió en la Tierra, recibía con agrado a los niños y se refería a ellos a menudo en sus enseñanzas (Mateo 11:25; 18:3; 21:16). En una ocasión, reprendió a sus discípulos por intentar impedir que los padres acercaran a sus hijos para que Él los bendijera. Les dijo: «Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios» (Marcos 10:14). Jesús se estaba refiriendo a las características infantiles que nos preparan para recibir la salvación en Él: gozo y emoción, pero también sencillez, dependencia, confianza y humildad.
Cristo está esperando que corramos a sus brazos, con el corazón abierto y el gozo y la emoción de un niño.