Nuestros cuerpos reaccionan cuando nos sentimos amilanados o con miedo. Un nudo en el estómago, sumado a palpitaciones y respiración profunda, indica un estado de ansiedad. Nuestra naturaleza física impide que ignoremos esos sentimientos de inquietud.
Los discípulos sintieron oleadas de temor la noche después de que Jesús alimentó milagrosamente a más de cinco mil personas. El Señor los había enviado a Betsaida para poder estar solo y orar. Mientras ellos remaban contra el viento, vieron de repente a alguien que caminaba sobre el agua. Al pensar que era un fantasma, se aterrorizaron (Marcos 6:49-50).
Pero Jesús los tranquilizó diciéndoles que no tuvieran miedo y fueran valientes. Cuando entró en la barca, el viento se detuvo y llegaron a la orilla. Me imagino que sus temores se fueron calmando a medida que experimentaron la paz que Él les ofreció.
Cuando la ansiedad nos ahoga, podemos descansar seguros en el poder de Cristo. Ya sea que calme las olas o que nos dé fuerzas para enfrentarlas, nos dará su paz «que sobrepasa todo entendimiento» (Filipenses 4:7). Entonces, a medida que nos libra de nuestros temores, nuestros cuerpos y espíritus pueden volver a un estado de reposo.