Tengo problemas de audición… «sordo de un oído y sin poder oír del otro», como solía decir mi padre. Por eso, uso audífonos.
La mayoría de las veces, funcionan bien, excepto en lugares con mucho ruido. En esos casos, mis audífonos captan todas las voces en el salón, y no puedo escuchar a la persona delante de mí.
Así sucede con nuestra cultura: una cacofonía de sonidos puede ahogar la voz suave de Dios. «¿Dónde se encontrará la Palabra, dónde la Palabra resonará?», pregunta el poeta T. S. Eliot. «No aquí; no hay suficiente silencio».
Felizmente, mis audífonos tienen un ajuste que elimina los sonidos circundantes y me permite oír las voces que quiero escuchar. Del mismo modo, a pesar de las voces que nos rodean, si aquietamos nuestras almas y prestamos atención, escucharemos el «silbo apacible y delicado» de Dios (1 Reyes 19:11-12).
Dios nos habla todos los días, llamándonos en medio de nuestras inquietudes y anhelos. Nos llama en nuestra tristeza más profunda y en el vacío y la insatisfacción de nuestras mayores alegrías. Pero, fundamentalmente, nos habla en su Palabra (1 Tesalonicenses 2:13). Cuando tomes su libro y lo leas, también escucharás su voz. El Señor te ama más de lo que crees, y desea que escuches lo que te quiere decir.