Cuando mis hijos eran pequeños, jugaban en nuestro empapado jardín inglés y se llenaban de barro. Por su bien y el bien de mi suelo, les quitaba la ropa antes de entrar y los llevaba a bañar. Al agregar jabón, agua y abrazos, pronto pasaban de la suciedad a la limpieza.
En una visión dada a Zacarías, vemos a Josué, el sumo sacerdote, vestido con harapos que representaban el pecado y las malas obras (Zacarías 3:3). Sin embargo, el Señor lo limpiaba, le quitaba la ropa sucia y lo cubría de prendas costosas (3:5). La mitra limpia y la túnica mostraban que el Señor le había quitado sus pecados.
Dios también puede limpiarnos, al librarnos de nuestras malas obras mediante la obra salvífica de Jesús. Como resultado de su muerte en la cruz, el pecado que nos embarra puede ser lavado y podemos recibir las ropas de los hijos de Dios. Ya no nos definen nuestros pecados (la mentira, el chisme, el hurto, la codicia, etc.), sino que podemos apropiarnos de los nombres que Dios da a aquellos que ama: restaurado, renovado, limpio, libre.
Pídele a Dios que te quite cualquier harapo que estés usando, para que puedas vestirte de las ropas reales que tiene reservadas para ti.