Mi amiga me confió el privilegio de sostener a su preciosa hija de cuatro días de edad. Poco después de tomarla en mis brazos, la bebé empezó a protestar. La abracé un poco más, puse suavemente mi mejilla contra su cabeza, y empecé a hamacarla y a tararearle con delicadeza para calmarla. A pesar de mis denodados esfuerzos y mis más de quince años de criar hijos, no lo logré. Se ponía cada vez peor, hasta que volví a colocarla en el hueco arrullador del brazo de su mamá. La paz la envolvió casi de inmediato; dejó de llorar y su cuerpecito recién nacido se relajó en la seguridad en la que ya confiaba. Mi amiga sabía exactamente cómo sostener y palmear a su hijita para aliviar su malestar.
Dios consuela a sus hijos como lo hace una madre: mostrando ternura, confiabilidad y diligencia al esforzarse para calmar a su bebé. Cuando estamos cansados o decepcionados, el Señor nos arrulla cariñosamente en sus brazos. Como nuestro Padre y Creador, nos conoce íntimamente. Por eso, podemos decir con el profeta: «¡Tú guardarás en perfecta paz a todos los que confían en ti; a todos los que concentran en ti sus pensamientos!» (Isaías 26:3 ntv).
Cuando los problemas nos agobien, el consuelo está en saber que Él nos protege y lucha por nosotros, sus hijos, como un padre amoroso.