Poco antes de la Navidad siguiente a la muerte de su esposo, una amiga nuestra escribió una carta asombrosa en la que describía cómo podría haber sido el cielo cuando Jesús nació. Decía: «Fue lo que Dios siempre supo que sucedería. Los tres eran uno, pero habían acordado permitir que su preciosa unidad se fracturara para beneficiarnos a nosotros. El cielo quedó sin Dios el Hijo».
Cuando Jesús estaba en la Tierra, enseñando y sanando, declaró: «he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino […] la voluntad del Padre, el que me envió: […] Que todo aquél que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero (Juan 6:38-40).
El nacimiento de Jesús en Belén fue el comienzo de su misión en la Tierra para demostrar el amor de Dios y dar su vida en la cruz para libertarnos de la pena y el poder del pecado.
Esa carta terminaba diciendo: «No puedo pensar en dejar que, por el bien de otros, se vaya el hombre a quien amo y con quien éramos uno. Pero Dios lo hizo: se encontró con una casa mucho más vacía que la mía, para que yo pudiera vivir allí con Él para siempre».
«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito» (Juan 3:16).