Se trata de un llamado y, a la vez, de un juego de palabras. Apóstoles en Misiones es, en realidad, un distintivo del apostolado del Nuevo Testamento, como declaró Pablo en Romanos 1.1: «Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios»; pero es también un juego de palabras cuando nos referimos a la noticia de hoy. Probablemente, los argentinos hayan notado nuestro intento de confundirlos.
En la provincia de Misiones, en la República Argentina, se encuentra la ciudad de Apóstoles, constituida por unos 25.000 habitantes, la cual alcanzó su esplendor cuando se estableció allí una importante estación de trenes, en el trayecto Buenos Aires–Posadas. Esta región, también conocida por su producción de yerba mate (tan característica de la cultura gaucha del Cono Sur Americano), es hoy escenario de un relato inspirador: el recuerdo de personas comunes y la historia de Nuestro Pan Diario que los lanza hacia lo extraordinario.
En Apóstoles, la Fundación «Gotas de Amor» ha realizado un trabajo notable y conmovedor, al proporcionar educación informal, contención social y abrigo a casi 150 niños, impartiéndoles, entre otras actividades, talleres de carpintería, música, panadería y horticultura.
¿No te parecen interesantes estas actividades como una analogía del cristianismo? ¿No es acaso el recorrido del creyente en Cristo? Dios toma en sus manos una obra en bruto y va dándole forma mediante formones, escoplos, escofinas, escuadras y garlopas. Qué doloroso es para la madera el trabajo del carpintero, pero ¡cuán bella es la obra cuando el artista revela, por fin, sus propósitos!
Lo sé, pues mi abuelo ha sido carpintero toda su vida… carpintero y músico. Mi abuela, por otro lado, panadera artesanal y horticultora.
De mi abuelo, también tengo la imagen melódica de tardes enteras tocando el arpa. Ese hombre, que muchas veces me parecía frío y bruto, se transformaba en un señor de corazón sincero y emotivo. Expresaba en cada acorde el deseo de conquistarme; su nieto, su primer nieto varón. Entendí, desde muy temprano, cuán necesario e importante es abrir el corazón, como lo hace un artista frente a una tela en blanco, y derramarse ante Dios con todas nuestras imperfecciones. Aun en mi abuelo, no siendo el mejor de los músicos, su intento humilde y verdadero de conquistarme era visible para mis ojos pueriles.
De mi abuela, tengo también los más lindos recuerdos. Evoco sus manos sumergidas en aquella harina blanca para hacer un pan casero, o dentro de la tierra para colocar una semillita o extraer, por fin, los frutos de su huerta después de un tiempo que podía llegar a ser semanas o, incluso, meses. Cuando pienso en estas actividades, las imagino con nostalgia.
Dios trabaja en nosotros con la fuerza y la visión de un carpintero (Romanos 5:3-4), con el romanticismo de un poeta (Salmos 136:1), con la paciencia y el cuidado de un horticultor (Romanos 12.12), y alimentándonos espiritualmente, como un panadero (Marcos 8:4)
Tuve un amigo que vivió toda su infancia separado de su familia durante los meses de escuela, y su sonrisa siempre me parecía forzada. Su rostro estaba surcado por risas, pero también por lágrimas de añoranza. Volver a casa era siempre la mejor de las esperanzas. Su familia, de humildes pescadores, le había regalado una educación ejemplar, pero el precio era grande. Distancia. Soledad. «¡Qué ganas de abrazar a mis padres!», decía. Lo sé, lo oí. Intenté ser un buen amigo para él.
Muchos de estos niños de Apóstoles no tienen ni siquiera adónde volver. Ni una casa que los reciba ni padres que los abracen. Nuestro Pan Diario es una forma de recordarles que, aun lejos de un hogar, es posible habitar eternamente en la «Casa» del Padre. La Palabra de Dios es un refugio para nuestra alma.
Oremos por aquellos que desconocen que tienen un Hogar y un Padre amoroso que los espera. Que estos niños puedan aprender en estos talleres que la obra del Señor, aunque demorada, es señal de que hay un Dios amoroso, paciente, perfecto y sustentador.