«Dios te dio dos oídos y una boca por una razón», expresa el dicho. Escuchar es una capacidad esencial en la vida. Los consejeros nos alientan a escucharnos unos a otros, y los líderes espirituales nos enseñan a tener un oído atento a Dios. Pero casi nadie dice: «Escúchate a ti mismo». No estoy sugiriendo que tenemos una voz interior que siempre nos dice lo correcto ni que debemos escucharnos a nosotros mismos en vez de a Dios y a los demás, sino que debemos oírnos para averiguar cómo podrían estar recibiendo los demás nuestras palabras.
Los israelitas podrían haber aplicado este consejo cuando Moisés los sacó de Egipto. A los pocos días de su liberación milagrosa, estaban quejándose (Éxodo 16:2). Aunque su necesidad de alimentos era legítima, no así su manera de expresarla (v. 3).
Siempre que hablamos motivados por miedo, enojo, ignorancia u orgullo, aunque estemos diciendo la verdad, los que escuchan oyen algo más que nuestras palabras. Perciben emociones, pero no saben si estas nacen del amor y el interés o del desprecio y la falta de respeto. Entonces, corremos el riesgo de ser malinterpretados. Si nos escuchamos antes de hablar en voz alta, podemos juzgar nuestro corazón antes de que nuestras palabras descuidadas dañen a los demás o entristezcan a Dios.