Después de haber estado casados doce años, mi esposa y yo estábamos desanimados por el vaivén emocional producido por esperanzas que crecían y se frustraban al intentar tener hijos. Un amigo trató de «explicar» lo que Dios pensaba: «Tal vez el Señor piensa que serías un mal padre». Él sabía que mi madre había luchado con un temperamento terrible.
Después, en Navidad de 1988, ¡nos enteramos de que esperábamos nuestro primer hijo! Y entonces, el miedo a fracasar me agobió.
En agosto del año siguiente, Kathryn se unió a la familia. Mientras atendían a mi esposa, mi hija lloraba en la incubadora. Le di la mano para consolarla, y sus finos deditos rodearon uno de los míos. En ese instante, el Espíritu Santo me quitó todas las dudas que me habían invadido y me confirmó cuánto amaría a esa pequeña.
La viuda de Sarepta también tenía dudas. Su hijo había contraído una enfermedad mortal. Desesperada, clamó: «¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades, y para hacer morir a mi hijo?» (1 Reyes 17:18). ¡Pero Dios tenía otros planes!
Nosotros servimos a Dios, el cual es más poderoso que las luchas que heredamos y cuyo deseo de perdonar, de amar y de solucionar la pérdida de comunión con Él no tiene límites. El Señor está presente allí donde se esconden nuestros temores.