Todo Estados Unidos quedó pasmado tras el asesinato de 20 niños y 6 miembros del personal de una escuela de Connecticut, sin poder creer que algo tan horrendo pudiera suceder. La gente pensaba solo en la tragedia y en los cuestionamientos que la rodeaban: ¿Qué clase de persona haría algo así y por qué?, ¿cómo puede prevenirse que vuelva a suceder?, ¿de qué manera podemos ayudar a los sobrevivientes? En medio del caos, un grupo inesperado se hizo presente y marcó una diferencia.
Desde Chicago, llegaron unos perros perdigueros especialmente entrenados para ofrecer una sola cosa: afecto. Los perros no hablan; simplemente brindan su presencia. Los niños traumatizados por la violencia se abrieron ante ellos, expresando los miedos y las emociones que no podían comunicarles a los adultos. Tim Hetzner, de la Iglesia Luterana Caridades declaró: «La mayor parte del entrenamiento de estos animales es enseñarles a quedarse quietos y en silencio».
El libro de Job nos enseña que las personas que sufren no siempre necesitan oír palabras. A veces, solo precisan que alguien se siente en silencio a su lado, las escuchen cuando necesitan hablar y las abracen cuando sus angustias se convierten en sollozos.
Dios tal vez no intervenga para cambiar las circunstancias ni explique la razón del sufrimiento, pero nos consuela con la presencia de otros creyentes (Colosenses 4:8).