«Hola.» La llamada comenzó con bastante inocencia. Pero un momento después, me encontré sabiendo de una conversación en la que no tenía parte: «Estaba en ‘una sesión’ en el baño cuando llamaste hace un rato», dijo la voz en el teléfono.

Estaba en la tienda de departamentos revolviendo con indiferencia las camisas cuando la mujer junto a mí contestó su teléfono celular. Rápidamente contestó, «¡Sshhh! Estás hablando por el altoparlante», mientras se inclinaba sobre el teléfono como queriendo privacidad.

Una hora después seguía riéndome. Pero me recordó cómo nuestro deseo de estar conectados por medio de la tecnología nos ha llevado al punto de la desconexión.

No me malinterpretes — disfruto de mi teléfono celular. Puedo estar disponible casi en cualquier momento o en cualquier lugar. Y si me siento como que no quiero que lleguen a mí, mi teléfono tiene a mano este botón de «ignorar.» Con la más ligera presión puedo restablecer el silencio mientras mi correo de voz amablemente le asegura al que me llama que le devolveré la llamada.

¿Sin embargo, cuán a menudo aprieto el botón de «ignorar» en mi mundo diario? Mientras cotorreo en el teléfono con mi hermana al mismo tiempo que estoy en la tienda, observo pero no veo a las personas que pasan por mi lado. Estoy demasiado ocupada conectada. Siempre accesible, pero absolutamente desconectada de aquéllos cerca de mí.

En la parábola del Buen Samaritano, Jesús ilustró vívidamente el mandamiento de estar conectados — de amar al Señor nuestro Dios con todo lo que somos, y de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Cuando estamos demasiado desconectados como para comprometernos con aquéllos por cuyo lado pasamos mientras hacemos las tareas más ordinarias, ¿podría ser que seamos como el sacerdote y el levita que «pasaron por el otro lado del camino.»

El problema no es la tecnología. El problema existe dentro de nuestros corazones. La respuesta está en la respuesta del Samaritano que sintió compasión cuando se encontró con el hombre que había sido golpeado (Lucas 10:33).

Vivimos en modo de altoparlante y la Gran Comisión es un llamado a conectarnos. ¿Estamos movidos a compasión, o aquéllos a nuestro alrededor se encuentran sabiendo de una conversación a la que no son bienvenidos? —RF