Hace poco, entré en el vestíbulo de un hotel que exhibía el mayor arreglo floral que he visto en toda mi vida. Rebosaba de colores; perfectamente dispuesto y con una fragancia asombrosa. Hizo que me detuviera y admirara su belleza un instante. Me llevó a reflexionar en que la abundancia tiene algo que atrae nuestro corazón. Piensa en la cautivante belleza de una fuente rebosante de frutas coloridas o en una mesada cubierta de tres o cuatro tartas listas para disfrutar después de una pródiga cena del Día de Acción de Gracias.

El gozo de la abundancia me recuerda la generosidad de Dios. Él hace que nuestra copa rebose (Salmo 23:5); hace «todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos» (Efesios 3:20); su gracia basta para enfrentar cualquier dificultad que se nos presente en la vida (2 Corintios 12:9); y Él mata el becerro gordo y pide que traigan el mejor vestido cuando vuelve el hijo pródigo (ver Lucas 15:20-24).

Con razón el salmista se regocija, exclamando: «¡Cuán preciosa, oh Dios, es tu misericordia! Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas. Serán completamente saciados de la grosura de tu casa» (Salmo 36:7-8). Nuestro Dios es bueno al extremo. Rebosemos de alabanza por sus innumerables bendiciones.