Con mi esposo y mis hijos, tenemos una tradición que nos divierte. Sucede cuando estamos en casa y alguno exclama: «¡abrazo familiar!». Nuestro lugar de encuentro suele ser la cocina, donde yo abrazo a los niños y mi esposo extiende los brazos para abrazarnos a todos. Es nuestra manera de expresar amor y de disfrutar de un breve momento de comunión familiar.
Aunque nos encanta un ocasional abrazo grupal, no siempre es fácil mantener esa sensación de unidad. Después de todo, cada miembro de la familia es único. Tenemos diferentes necesidades, capacidades y puntos de vista; muy parecido a lo que sucede en la familia de Dios (Efesios 4:11-12).
A pesar de las inevitables diferencias con otros creyentes, Pablo nos llama a «guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (v. 3). La armonía con los demás hijos de Dios es importante porque refleja la unidad entre Jesús y su Padre celestial. Esta fue su oración por los creyentes: «para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti…» (Juan 17:21).
Cuando surgen problemas en la familia de Dios, la Biblia dice que debemos responder «con toda humildad y mansedumbre, [soportándonos] con paciencia los unos a los otros en amor» (Efesios 4:2). Así se experimenta la unidad familiar con personas que comparten los fundamentos de nuestra fe.