A finales de la década de 1660, Sir Christopher Wren fue contratado para rediseñar la Catedral de San Pablo, en Londres. Según la leyenda, un día visitó el sitio donde se construía este gran edificio, y los obreros no lo reconocieron. Caminó por el lugar preguntándoles a varios hombres sobre lo que estaban haciendo. Un trabajador respondió: «Estoy cortando una piedra». Otro obrero contestó: «Estoy ganando cinco libras y dos peniques por día». Un tercero, sin embargo, tenía una perspectiva diferente: «Estoy ayudando a Christopher Wren a construir una catedral magnífica para la gloria de Dios». ¡Qué contraste en la motivación y la actitud de aquel hombre!

Lo que motiva nuestras acciones es sumamente importante; en particular, cuando se trata de nuestra vida laboral y profesional. Por eso, Pablo desafió a los efesios a trabajar «no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios; sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres» (Efesios 6:6-7).

Si trabajamos para simplemente ganar un sueldo o satisfacer a un supervisor, estaremos lejos de perseguir la motivación más elevada: hacer las cosas lo mejor posible como una demostración de nuestra devoción a Dios. Entonces, ¿por qué trabajamos? Tal como le dijo aquel obrero a Wren, lo hacemos «para la gloria de Dios».