Nunca he pensado que soy especialmente inteligente ni talentosa. Y tampoco creía que tenía problemas graves con el orgullo. Pero a veces Dios usa situaciones para mostrarnos las cosas feas que hay en nuestro corazón. Esto fue lo que sucedió:
Había quedado para encontrarme con una amiga, quien se había retrasado una hora, pero no se molestó en llamarme. Cuando la llamé a su teléfono móvil me dijo que estaba de camino, y luego me cortó abruptamente. Al llegar, no se disculpó.
Sabía que yo estaba en lo correcto y ella, definitivamente equivocada en este asunto. La sensación de haber sido tratada injustamente invadió mi corazón. ¿Qué derecho tenía ella de hacerme esperar sin darme una explicación? Los momentos siguientes los pasé malhumorada y enojada. No se me ocurrió averiguar cómo se sentía mi amiga y por qué se había comportado de esa forma.
Más tarde me contó el asunto urgente que la había detenido y me dijo que había estado consumida por su problema.
Fue entonces cuando el Señor me hizo repasar mi actitud. Habló a mi corazón por medio de las palabras de Filipenses 2. Me recordó la «mente de Cristo». Pero, ¿qué significa eso?
Jesús, aunque es uno con Dios Padre, no consideró sus propios derechos, sino que se convirtió en uno de nosotros y se humilló a Sí mismo, incluso hasta morir en la cruz (Filipenses 2:6-8). Al darme cuenta de eso me sentí instantáneamente avergonzada de mi actitud orgullosa y egoísta hacia mi amiga. Yo necesitaba la ayuda de Jesús para cambiar.
Para ser siervos humildes que Él pueda usar, necesitamos tener la actitud correcta. —JL (escritora invitada)