Un día, mi hijito exclamó: «¡Mamá, te amo!». Sentí curiosidad por saber qué incentiva a un niño de tres años, entonces, le pregunté por qué me amaba. Contestó: «Porque juegas conmigo a los autitos de juguete». Cuando quise saber si había alguna otra razón, dijo: «No. Eso solo». Su respuesta me hizo sonreír, pero también me indujo a pensar en cómo nos relacionamos con Dios. ¿Lo amo y confío en Él por las cosas que hace por mí? ¿Qué pasa cuando desaparecen las bendiciones?

Job tuvo que contestar estas preguntas cuando las catástrofes le arrebataron sus hijos y destruyeron todos sus bienes. Su esposa le aconsejó: «Maldice a Dios, y muérete» (2:9). En cambio, él preguntó: «¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?» (v. 10). Sí, Job enfrentó una lucha después de su tragedia: se enojó con sus amigos y cuestionó al Todopoderoso. Pero, de todos modos, juró: «… aunque él me matare, en él esperaré» (13:15).

El afecto de Job hacia su Padre celestial no dependía de una solución apropiada para sus problemas, sino que amaba a Dios y confiaba en el Señor por todo lo que Él es. Dijo: «Él es sabio de corazón, y poderoso en fuerzas» (9:4).

Nuestro amor a Dios no debe basarse solamente en Sus bendiciones, sino en lo que Él es.