Tenía el inverosímil nombre de Laser, pero le quedaba perfecto a la personalidad del niño. Vivaracho y alborotador, su
incesante energía hacía un hoyo en el vecindario desde el instante en que regresaba de la escuela todos los días.
Los padres de Laser no parecían tener interés en las cosas espirituales. El credo de su papá parecía ser «diversión todo el tiempo». Yo no entendía por qué permitían que Laser y su hermanito asistieran a la iglesia con nosotros.
Entonces, un día, Laser entregó su corazón a Cristo. El que trabajaba con los jóvenes y que lo llevó al Señor dijo que la oración de Laser fue ferviente y reflexiva. De repente, Laser tenía un nuevo enfoque.
Poco tiempo después, la familia se mudó. Cuando volvieron en una visita sorpresa, el papá de Laser se aseguró de decirnos que estaban asistiendo a la iglesia juntos. Yo le pregunté por qué.
«Bueno —dijo— cuando yo era niño asistía a un club bíblico.» Yo estaba empezando a entender. Veinte años atrás, algún obrero que trabajaba con jóvenes probablemente pensó que todos sus esfuerzos con ese chico eran en vano. Pero, ¿era cierto?
Las impresiones favorables del cristianismo, establecidas dos décadas antes, dejaron al papá de Laser abierto a la fe en Cristo. E incluso si él no había internalizado esas creencias para sí mismo, veía el beneficio para sus hijos.
El apóstol Pablo usó una metáfora que tiene que ver con un huerto para explicar este principio: «Yo planté, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento» —escribió el apóstol (1 Corintios 3:6). Pablo se refería a la necesidad de unidad en la iglesia, pero esta ilustración subraya un principio espiritual más profundo. Nosotros no creamos nuevas vidas espirituales; eso lo hace Dios. Somos puros hortelanos sembrando semillas de esperanza y verdad, irrigando un mundo sediento, alimentando la fe en personas que buscan significación en la vida.
¿Te sientes solo en un campo seco y polvoriento? ¡Anímate! No eres el único que trabaja en el huerto de Dios. —TG