El límite de velocidad en gran parte de las autopistas alemanas es 130 kilómetros por hora. Permíteme decirte que si en realidad fueras tan despacio, serías una mancha negra en la carretera. Avanzando en el carril «lento» en nuestro Ford alquilado podríamos haber pensado que el carril de pasar era la pista de carreras de Indianápolis. Puesto que yo insistía en que fuéramos a la cómoda velocidad de 160 kph, los demás autos nos pasaban constantemente.

Pero de repente, el tráfico se detuvo completamente. Había un accidente un poco más adelante. Después de un rato, la gente empezó a salirse de los autos y a conversar unos con otros… es decir, los que hablaban alemán. Nuestra mirada se fijó en un jeep camuflado del ejército. ¡Americanos!—esperábamos. «¡Oigan, ¿de dónde son ustedes?»
«Georgia» —contestó el conductor. «Michigan» —respondió el otro muchacho. «¡Michigan! ¿Qué ciudad?» «Kalamazoo». «¡Kalamazoo! Nosotros somos de Grand Rapids.»

«¡No puede ser! ¿Cómo está Michigan? —preguntó el soldado emocionado—. ¿Cómo está la playa?» Conversamos hasta que el tráfico empezó a moverse de nuevo. Le regalamos una taza para café decorada con una escena de una playa de Michigan. Él nos dio un abrazo con instrucciones de besar el suelo en su nombre cuan do regresáramos.

Kalamazoo y Grand Rapids quedan a unos 80 kilómetros de distancia. Pero eso no importaba. Puesto que todos éramos de Michigan y estábamos en un lugar lejos de casa, sentimos una unión instantánea con aquel extraño.

Yo he sentido la misma unión cuando he conocido extraños que son seguidores de Cristo. Aunque nunca nos hemos visto antes y puede que nunca nos volvamos a ver hasta que lleguemos al cielo, tenemos una afinidad sólo por nuestro amor por Jesús. Romanos 12:5 nos recuerda que «así nosotros, que somos muchos, somos un cuerpo en Cristo». Gálatas 6 sugiere maneras en que podemos sostener a nuestros hermanos en la fe. El versículo 10 nos da instrucciones de que «hagamos bien a todos según tengamos oportunidad, y especialmente a los de la familia de la fe».

Como seguidores de Cristo tenemos la responsabilidad, no sólo de apoyar, orar y alentar a los de nuestro círculo, sino también de acercarnos a otros creyentes dondequiera que nos encontremos. Después de todo… somos familia.  —CK