Regresaba yo de la iglesia con alguien que había conocido hacía poco cuando nos paramos a conversar con mi amigo Matt, el cual estaba tomando cerveza.

Matt no estaba intoxicado, pero la brusca pregunta que mi compañero de iglesia le tiró de repente lo dejó aturdido. «Si esta noche murieras de intoxicación por alcohol, ¿dónde pasarías la eternidad?»

Casi se podía escuchar el «clic» en el cerebro de Matt cuando lo puso en el botón de «salir corriendo».

Al día siguiente, Matt se encontró conmigo. «¿Qué quiso decir con eso? —preguntó—. ¿Acaso ese tipo pensó que me iba a morir por tomarme dos cervezas?»

Irónicamente, el mensaje que habíamos escuchado en la iglesia la noche anterior era de Colosenses 4:2-6. El apóstol Pablo instruyó a los creyentes a sacar el máximo a toda oportunidad de compartir su fe.

«Que vuestra conversación sea siempre con gracia, sazonada como con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada persona» (v.6).

Desafortunadamente, el predicador arruinó la metáfora de Pablo al señalar que la sal causa dolor cuando se frota en una herida. Sí, eso es verdad. Pero el claro significado de Pablo es que hemos de despertar la curiosidad de los demás con palabras que sean agradables. No hemos de someter a la gente a una inquisición desagradable.

Nuestro destino eterno es el asunto más importante que podamos considerar jamás. Pero la pregunta que Matt escuchó aquella noche no tenía nada que ver con la realidad de encontrar a Dios. Tampoco escuchó palabras con gracia ni bien sazonadas. Más bien, Matt recibió únicamente una condena farisaica de su bebida: la sal se frotó en la herida.
Mi fervoroso conocido tenía buenas intenciones, pero su método fue torpe, en el mejor de los casos. Él no había invertido el tiempo en la vida de Matt como para ganarse el derecho a hacer esa pregunta. Al menos yo tuve una nueva oportunidad de compartir mi fe con Matt al día siguiente.
«Sed astutos como las serpientes e inocentes como las palomas» —dijo Jesús a sus discípulos cuando los envió a hablar a otros del reino de Dios (Mateo 10:16). Nunca dijo que debíamos ser como un toro en una tienda de vajillas. —TG