No querría provocar una pelea contra un cielo repleto de ángeles, pero debo admitir que siempre me he preguntado sobre la promesa de paz que la hueste angelical les hizo a los pastores en los campos aledaños a Belén. En los últimos 2.000 años, la paz en nuestro planeta ha sido, al menos, un ente extraño. Las guerras siguen cobrándose vidas inocentes, la violencia doméstica es una tragedia creciente, los divorcios aumentan terriblemente, las iglesias se dividen y la paz en nuestro corazón intranquilo y descarriado parece ser un sueño inalcanzable.
¿Dónde está la paz prometida? En realidad, pensándolo bien, podemos ver que Jesús trajo todo lo necesario para la paz mundial. Él enseñó el principio de la paz: llamó a las personas a amar a sus prójimos como se aman a sí mismas. Y cuando estaba yéndose de este planeta, dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy…» (Juan 14:27). El Señor nos dijo que pusiéramos la otra mejilla, que recorriéramos la segunda milla, que perdonáramos las ofensas, que evitáramos la codicia, que toleráramos las debilidades de los demás, que viviéramos para servirnos y amarnos, como Él nos ha amado.
Parece ser que, en gran medida, la paz depende de nosotros. Pablo lo confirma en Romanos 12:18: «… en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres». En esta Navidad, regalémosle la paz al mundo en que vivimos al ser un reflejo del Príncipe de paz.