Nadie quiere ser débil; entonces, buscamos cómo parecer fuertes. Algunos usamos el poder de nuestras emociones para manipular a las personas; otros, la fuerza de la personalidad para controlarlas; e incluso algunos también usan el intelecto para intimidar. Aunque estas cosas parecen muestras de fortaleza, son signos de debilidad.
Cuando somos realmente fuertes, tenemos valor para admitir nuestras limitaciones y reconocer nuestra dependencia de Dios. En consecuencia, la verdadera fortaleza suele parecerse mucho a la debilidad. Cuando el apóstol Pablo oró para que le fuera quitada una aflicción que padecía, Dios respondió: «Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Corintios 12:9). Pablo respondió con estas paradójicas palabras: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (v. 10).
Cerca del final del ministerio terrenal de Jesús, algunos de Sus discípulos luchaban por conseguir lugares destacados. El Señor utilizó su discusión como una oportunidad para enseñarles que, en Su reino, las cosas son distintas: la grandeza se logra cuando estamos dispuestos a asumir posiciones de debilidad (Mateo 20:26).
Esta es una verdad difícil. Prefiero la ilusión de la fortaleza en vez de la realidad de la debilidad. Pero Dios quiere que entendamos que la verdadera fuerza aparece cuando dejamos de intentar controlar a la gente y comenzamos a servirle a Él.