Durante la Gran Depresión, muchas personas en los Estados Unidos vivían en barrios con viviendas hechas de chapa, lonas y mantas. Estas casas decrépitas, conocidas como Hoovervilles [villas de Hoover], albergaban a los que habían sido desalojados de sus hogares. Muchos culparon al presidente Herbert Hoover por la tragedia económica.
Irónicamente, la supuesta ineficiencia de Hoover como líder contrastaba por completo con su historial previo. Antes de esto, su experiencia en ingeniería geológica dio lugar a exitosos proyectos mineros en Australia y China. También encabezó con eficacia emprendimientos humanitarios. Pero, cuando el mercado de valores se desmoronó, en octubre de 1929, el presidente Hoover atravesaba circunstancias más allá de su control. De todos modos, siempre se lo vincularía con la depresión económica de la década de 1930.
Ahora bien, un fiasco importante no significa que toda la vida de una persona sea un fracaso. ¿Qué sucedería si sólo recordáramos a Abraham como mentiroso (Génesis 12:10-20), a Moisés desobedeciendo a Dios (Números 20:1-13) o a David como asesino (2 Samuel 11)? A pesar de sus pecados, estos hombres son recordados por su fe perseverante: «Que por fe […] sacaron fuerzas de debilidad» (Hebreos 11:33-34).
Nuestra vida no es un fracaso si nos hemos arrepentido de nuestros pecados. Dios aún puede utilizarnos en Su obra.