En la quietud de mis últimos años, planeo observar cómo crece un árbol, un abedul que planté hace más de 30 años, cuando era apenas un arbolito. Ahora se eleva en todo el esplendor de la madurez, frente al ventanal de nuestra casa, bello en todas las estaciones del año.

Así sucede con nuestros emprendimientos espirituales: Tal vez hayamos plantado, regado y cuidado en exceso nuestros «arbolitos» (aquellos a quienes hemos guiado) por un tiempo, pero sólo Dios puede hacer de ellos un «árbol».

En ocasiones, tengo noticias de personas a las cuales serví hace años y me deleito al saber que han madurado y han sido poderosamente utilizadas por Dios, sin ninguna ayuda de mi parte. Esto es un sabio recordatorio de que yo planto y riego durante un tiempo, y ayudo a otros a crecer «en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo» (Efesios 4:15), pero que sólo Dios «da el crecimiento» (1 Corintios 3:6-7).

El teólogo alemán Helmut Thielicke escribe: «El hombre que no sabe cómo soltar las riendas, que desconoce el gozarse con confianza y sosiego en Aquel que lleva a cabo Sus propósitos sin nuestra participación (o también mediante o a pesar de nosotros), en Aquel que hace crecer los árboles […] ese hombre, en su vejez, no se convertirá en otra cosa que en una criatura miserable».

Así que, a mi edad, quizá todavía me ocupe de uno o dos arbolitos, pero, normalmente, los dejo y los veo crecer.